2 Cultura y gozos intelectuales

Y otra cayó en tierra buena, y comenzó a dar fruto: crecía y se desarrollaba; y producía el treinta por uno, el sesenta por uno y el ciento por uno. Y decía: El que tenga oídos para oír, que oiga. (Mc 4, 8-9)

Muchos son los hombres que hoy luchan con más o menos convicción contra el tirón del materialismo, y muchos cristianos sin duda están ahí. Sin embargo, imbuidos, como estamos, en una visión del mundo materialista y carnal, somos poco conscientes de hasta qué punto nuestra mentalidad está condicionada por el materialismo moderno, y en consecuencia, no luchamos del todo contra él; más aún, lo seguimos alimentando, tomando como natural o casual lo que es una profunda ruptura con una visión realista del mundo. Nuestros anhelos y aspiraciones para el día a día poco tienen entonces de espiritual, y el mismo ámbito espiritual lo hemos reducido, cuando está presente, solo a rezar.

El Señor nos dijo: “¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mt 16, 26), y así hemos de preguntarnos: ¿qué ocupa nuestra atención la mayor parte del día? ¿Para qué trabajamos, para qué descansamos, en dónde buscamos nuestra alegría y dónde ponemos la mirada aún para los proyectos de esta vida? El escritor francés George Bernanos afirmaba que la vida moderna era una conspiración contra la interioridad, ¿pero qué es la vida interior? El hombre moderno es superficial por consecuencia de su pobre formación, no solo espiritual sino también intelectual, pues “la vida intelectual solo alcanza su culmen de modo natural en la poesía y en la filosofía, que son precedentes del ámbito sagrado, donde el hombre encuentra realmente a Dios.” Si rescatamos el verdadero fin de nuestro intelecto, no solo seremos capaces de entender la realidad, sino que volveremos a llenarnos de asombro, y nos gozaremos con el bien, la verdad y la belleza… y entonces, sí podremos luchar efectivamente contra el materialismo rampante.

La invitación

Combatir el pensamiento utilitario en la propia vida para abrirse a apreciar las cosas buenas, bellas y verdaderas.

Aprender a cultivarse en poesía y filosofía.

Estudiar para conocer la verdad, lo que es bello y bueno; y no para ganar dinero.

Promover y facilitar, en la medida de lo posible, para los propios hijos o aún al público en general, una vida académica auténtica: encauzada a la contemplación y no a la economía.

Elegir ser personas cultas: volver a leer la literatura clásica, a conocer a los grandes pintores, escuchar a los grandes compositores.

Recuperar tradiciones dentro de la vida familiar; invitar a los mayores a compartir sus experiencias de dichas tradiciones con los más jóvenes.

Reflexionar sobre el hecho de que la fe cristiana es la fe de un Dios encarnado: una cultura cristiana es la que manifiesta a ese Dios encarnado en todas las facetas de la vida humana, en el trabajo y en el ocio, hecho donde falla gravemente la cultura secular.

La cultura de Cristo, la cultura de la Iglesia, pasa por las raíces de Israel, Grecia y Roma; y luego por las ramas de las viejas naciones europeas. Reconocernos en ese tronco y cultivarnos en esa identidad cultural.

Decidirse a leer, con la debida diligencia y guía del Magisterio de la Iglesia, toda la Biblia.

Estudiar las Sagradas Escrituras perpetuamente.

Cultivarse en la Santa Tradición: leer a los Padres y Doctores de la Iglesia.

Combatir la ideología progresista al recuperar un concepto correcto de la verdad: la verdad no es lo que se alcanza con el avance técnico-científico sino con el conocimiento de Dios.

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Lecturas adicionales

Diálogos, de Platón.

El ocio y la vida intelectual, de Josef Pieper.

La muerte de la cultura cristiana, y La restauración de la cultura cristiana, John Senior.

La Biblia paso a paso, John Bergsma.

La Idea de la Universidad, John Henry Newman.

Sobre los cuentos de hadas (ensayo), J.R.R. Tolkien.

La cultura y el sentido de la vida, Alfonso López Quintás.

Libertad para amar a través de los clásicos, Mariano Fazio.

Cartas del diablo a su sobrino; Mero Cristianismo, C.S. Lewis.

El hombre eterno, G.K. Chesterton.